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Cultura

Recuerdo y porvenir de Elena Garro

Por: Enrique Héctor González / La Jornada Semanal

Elena Garro (1916-1988), multipremiada cuentista y dramaturga, es autora de diez novelas entre las cuales ‘Los recuerdos del porvenir’ (1963) es una de las más conocidas y fuente constante de estudios y ensayos por su enorme calidad y originalidad. Este artículo trata de algunos aspectos de la novela con la clara intención de celebrarla e invitar a su relectura.

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La poligrafía es una condición excepcional. Un escritor de novelas, una poeta, un ensayista especializado en literatura contemporánea, por lo general, se dedican a lo suyo y nada más. Acaso vivan de la docencia, el periodismo, las becas (o de todo ello en siempre moderadas dosis), pero predominará a menudo una actividad sobre otra en lo que se refiere a asuntos creativos. Así, el escritor de todos los géneros, como Ramón Gómez de la Serna, como Alfonso Reyes –que se permitió incluso desarrollar la “varia invención”–, como José Emilio Pacheco y apenas algunos más, es lo que se llama “garbanzo de a libra” o “pera del olmo”, para usar esas metáforas inveteradas.

El caso de Elena Garro (1916-1998) es uno de los más emblemáticos y, al mismo tiempo, menos reconocidos de ese prurito de pluralidad, quizá por la ecuménica indiferencia con que se tendió a desconocer el trabajo de las escritoras durante el siglo pasado, pero, más probablemente, porque, como en el caso de quien fue su marido durante veinte años, Octavio Paz, el peso específico de su persona, su figura, sus avatares políticos, se lleva la atención que es más justo endilgarle a su producción literaria. Ambos murieron hace casi un cuarto de siglo y todavía se sienten las secuelas de su vida, a veces más que de su obra, mal que nos pese. Ambos fueron inoculados (o se autoadministraron, más bien) el poco provechoso virus del protagonismo, de tal suerte que no es gratuita, aunque sí ineficaz, la aversión a su efigie vocinglera, énfasis que a estas alturas ya debería estar superado.

Por motivos distintos, el poeta y la dramaturga y narradora reavivaron su imagen durante el movimiento social de 1968. Paz renunció a su condición de embajador en India en protesta por la actuación del gobierno mexicano. Elena, en cambio, fue acusada por tirios y troyanos como delatora o protectora del movimiento, de modo que se sintió forzada a exiliarse en Estados Unidos y Europa. Por fortuna, la huella que tal inestabilidad personal y política dejó en su obra es apenas palpable, salvo el silencio, la pérdida de la voracidad creativa de los sesenta, que sólo se reanuda en los ochenta con algo de la obra acumulada y alguna novela notable, Andamos huyendo, Lola, junto a trabajos menores. Luego, el deterioro de la salud y el ansia de victimizarse terminaron por silenciarla literariamente.

Y es una lástima que eso haya ocurrido, lo mismo que se la asocie permanentemente con Paz, pues su obra es de una riqueza que no merece vínculos tan paralizantes. Por encima de ello, además de la búsqueda permanente de la identidad femenina en su obra, lo mismo que una extraña y por eso notable fidelidad a las causas oprimidas, está la prematura presencia de elementos mágicos en una novela, Los recuerdos del porvenir, que si bien es ocho años posterior a Pedro Páramo, es anterior en cuatro a Cien años de soledad y está llena de ecos y recursos que la narrativa del boom desarrollará más tarde.

Al aludido lapso entre la Garro empoderada de los sesenta y la insatisfecha de los ochenta, Chistopher Domínguez se refiere como un puente entre la fuga y la persecución, una literatura de víctimas y verdugos. Es advertible en los cuentos de La semana de colores y en obras de teatro como Un hogar sólido, que las protagonistas femeninas, en mayor o menor medida, son imágenes de la rebelión. La falta de ironía, la imagen como representación de un destino, como símbolo y arquetipo, vuelven un tanto teatrales a los personajes de sus cuentos y novelas. Porque Elena Garro es quizá, sobre todo en su narrativa corta, mejor creadora de personajes que de historias, una dramaturga natural. Y esa vocación (Elena Poniatowska lo define con precisión) la llevó a hacer de su propia vida un personaje dramático. Si consideramos que la infinita gracia y energía de su primer período de creación (donde la prosa es una forma de la poesía) casi desaparece en el segundo, donde la autobiografía velada suple a la ficción pura, podemos explicar por qué su narrativa pierde peso y su teatro se desarbola, con los riesgos que conlleva asumir a tal extremo la presencia biográfica en la creación literaria.

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Fabienne Bradu observó en su momento que el “recurso del realismo mágico” le sirvió a Garro para traspasar la historia a través de la ficción, para –diríase– falsificarla y farsificarla: de ahí la deliberada inexactitud histórica de su novela mayor, Los recuerdos del porvenir, donde poesía e imaginación conviven en el texto de un modo que, si en un principio es desconcertante (Ixtepec, pueblo mudo y lleno de ecos, es una suerte de Comala que se presenta a sí mismo como personaje y narrador atomizado en sus habitantes), poco a poco cohesiona la lectura hasta que observamos cómo los personajes de la historia parecen andar pirandellianamente en busca de autor o mirando una nube, como en el libro de relatos de Tomás Segovia, quien curiosamente figura en este pueblo como poeta joven, español, de oficio boticario.

Son los personajes de la novela, precisamente, un elemento muy importante del texto. La vecindad rulfiana de la historia pudo hacer pensar que Rosas y Julia parecían hasta cierto punto un espejo distorsionante de Pedro Páramo y Susana San Juan. Pero pronto se capta su resonancia interior, que se manifiesta, más bien, como una amalgama de disonancias. Son, casi todos, personajes alegres en su melancolía, vivos en su solitaria orfandad provinciana, diversos y muy bien trazados: los Moncada, la pareja y sus tres hijos; Félix, el criado indio de esta familia venida a menos; el fuereño; el presidente, animoso amigo de las putas y hombre de buen corazón; los otros Moncada, Matilde y Joaquín, dueños de la casa más grande de Ixtepec (ella se reía inevitablemente de la cara muerta de sus conocidos, por eso ya no salía ni a los funerales); las putas del general Rosas y sus allegados, destinadas a servir de noche y holgar durante el día en el hotel de Pepe Olvera, otro ser pintorescamente hermético, ligeramente locuaz.

Se trata de personajes polisémicos, inusitados y espontáneos. Juan Cariño, por ejemplo, el presidente (¿municipal?, nunca se aclara) avecindado con “las cuscas” (Rosas tenía ocupadas todas las oficinas del pueblo), es un hombre extraño que anda a la caza de palabras que recoge durante el día para esconderlas en la noche, pues teme que, de ser encontradas por los militares, será el fin de todos. “Menos mal que sus persecuciones no llegan todavía hasta el diccionario”, dice en frase tan extraña y sugerente, como extraño es asimismo el comportamiento de la viuda de Montúfar, quien se mira largamente al espejo pues sabe que ahí está su marido y sigue con él una conversación colérica e intermitente.

En su realidad hechiza, el pueblo de Ixtepec es un nudo de palabras que estallan, palabras que desatinan, palabras con cuerpo, muebles verbales, árboles sonoros, calles que no callan. En medio de esas voces, un silencio de muerte refulge, a veces, en forma de recuerdos lejanos, futuros, imprecisos, memorias que se pueden oler en el aire inmóvil, que se enroscan en el calor: memorias extraviadas que habitan en la sombra de las palabras. El recurso de la fosilización instantánea del tiempo (el devenir transformado en fotografía) permite la huida de los amantes (Hurtado y Julia), detiene la violencia de Rosas en el relincho petrificado de su caballo y graba en una imagen escultórica la movilidad de recuerdos y palabras. Un arriero de corte rulfiano llegaba a Ixtepec y vio cómo el pueblo se hundía en la noche, mientras ya era de día en los alrededores.

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El trasfondo histórico y político de la novela es el de la guerra cristera, con Plutarco Elías Calles a un paso de la reelección. La visión es desesperanzada y crítica. Se trata de “una lucha que ofrecía la ventaja de distraer al pueblo del único punto que había que oscurecer: la repartición de tierras”. Líneas después, esta idea se ejemplifica inmejorablemente: “Mientras los campesinos y los curas del pueblo se preparaban a tener muertes atroces, el arzobispo jugaba a las cartas con las mujeres de los gobernantes ateos.”

La metáfora del título recuerda la idea de Borges acerca de la comisión de una atrocidad: para llevar a efecto un acto reprobable se precisa pensar que ya se lo cometió y que lo que va a ocurrir es tan sólo un recuerdo del asunto. “¿Y si estuviera viviendo las horas de un futuro inventado?”, se pregunta Ana Moncada y, casi sin quererlo, la prosa de Garro alcanza notas que se fugan de la anécdota de la novela para dar una imagen de treno, de zozobra general frente al tiempo, esa dimensión huidiza e indefinible que hizo escribir a Agustín de Hipona: “Ignoro qué es el tiempo si me preguntan por él, pero si no hay pregunta lo sé.”

Toda novela transcurre en el tiempo, es tiempo concreto y sujeto a los avatares del devenir, es “tiempo esculpido”, como definió Tarkovski al acto de filmar. Pero en Los recuerdos del porvenir el pueblo que cuenta la historia lo adelgaza, sonoriza y revela en un sentido tan fotográfico que se transforma en instante detenido y fantasma, fuga y presencia entrelazadas. Asimismo, la novela puede leerse como la historia de un cautiverio, un pueblo sitiado por el general Francisco Rosas, suerte de Artemio Cruz en sus decisiones abstrusas, de Demetrio Macías en sus ideas delirantes, de Pedro Páramo frustrado por la imagen de una mujer inalcanzable.

Novela de enjuagues surrealistas, amorosa hasta en sus detalles más recónditos aunque la anécdota y el clima psicológico estén sumergidos en la angustia y el sobresalto, su originalidad reside en que no nos da una imagen mítica de México, como Pedro Páramo, sino una elucubración fantástica de lo que ocurre tanto en el adentro como en el afuera de una historia que ancla profundamente en la tierra sólo para mejor escapar en las nubes inverosímiles de la conciencia de un pueblo, Ixtepec, que es el lugar de las apariciones de fantasmas en fuga a los que la necesaria relectura de esta novela espléndida podría dar cobijo y tranquilidad.

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