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México

El Quemado, epicentro del “terrorismo de Estado” en la ‘guerra sucia’ 

Por: Blanche Petrich, enviada; Sergio Ocampo, corresponsal / La Jornada

Chilpancingo, Gro., 11 de diciembre, No fue una guerra lo que vivió México en los sesenta y setenta “sino terrorismo de Estado”, precisa la académica, feminista y sobreviviente de la tortura y el secuestro del Campo Militar Número Uno, Alejandra Cárdenas Santana. Y dentro de este marco, una veintena de campesinos viejos y maltrechos narraron, por primera vez en público, uno de los episodios de la embestida castrense más brutales, ocurrido en la población de El Quemado, sierra de Atoyac: una masacre sistemática que perpetró el ejército mexicano, no contra un foco guerrillero, sino contra una población ajena a la lucha armada.

Durante la segunda jornada de los Diálogos por la Verdad que convocó el Mecanismo de Esclarecimiento Histórico y los cuatro expertos de la Comisión para la Verdad de la subsecretaría de Gobernación se escucharon de viva voz las memorias de viejos sobrevivientes que nunca, en medio siglo, habían dado testimonio de lo vivido en ese mal año de 1972, en su remoto pueblo.

Campesinos recios, los declarantes suspendían su testimonio con el llanto en la garganta. Abel Barrera, integrante de la Comisión de la Verdad, ponía su mano en el hombro del orador para que pudiera continuar. Así, se engarzaron un relato tras otro en una sesión que resultó ser catártica. Voces que hablaron sobre un sufrimiento atroz ocurrido 50 años atrás.

Con este ejercicio que concluyó ayer, al que asistieron más de 200 personas, se escucharon 40 relatos y se rindieron en privado otros 60, se forjó lo que los comisionados del Mecanismo de Esclarecimiento Histórico llamaron “el primer eslabón” de un proceso que abarcará todo el país. En el cierre del evento, el jesuita David Fernández expresó el compromiso de ampliar las sesiones de estos diálogos para sumar muchas más voces. En los primeros meses del año próximo se hará el segundo ejercicio, directamente en Atoyac.

“Presidente, escuche a estos viejitos”

“Presidente López Obrador, escuche a estos viejitos”, suplicó Elsa Martínez, que habló a nombre de sus tíos Martín Gatica, 84 años y Clemente Ramírez Trinidad, de 79, artríticos, mala vista y peor oído, que ya no pudieron subir al escenario para narrar sus historias sobre cómo fueron detenidos y torturados en septiembre de 1972 por soldados del ejército en El Quemado.

Lo conversaron con La Jornada. Clemente calcula tener “como 79 años”. Regresaba de la labor en el campo ese domingo a las cinco de la tarde cuando vio que los soldados estaban citando a los hombres del pueblo a una “asamblea” en la cancha de básquet. “Fuimos casi todos. No debíamos nada, no teníamos porque temer”. Uno a uno los fueron llamando y los metían a una casa custodiada por soldados. “Cuando me tocó a mi entré. Me recibieron con un golpe en el estómago”.

Fueron tan brutales las golpizas, los ahogamientos en agua y los toques eléctricos que en un momento escuchó a un soldado decir: “Se te pasó la mano”. Lo revivieron con una inyección. Pero otro señor ya mayor, Vega Ríos, sí cayó muerto a sus pies. “De ahí salí loco”, dice.

Martín Gatica fue de los últimos a los que pasaron al interior de esa casa. Unas señoras habían llevado sábanas para que se cobijaran sus maridos por si tenían que pasar ahí la noche. Fue cuando se dio cuenta que los soldados rasgaban las sábanas para vendarles los ojos a los hombres. Ahí quedaron todos, amontonados, maniatados y vendados. Durante tres días pasaron sin comer, sin agua. Separados en grupos los fueron llevados en helicópteros al cuartel de Atoyac. En esos años no había camino, solo una brecha. El Quemado apenas cuenta con una carretera hace poco más de siete años.

Los pasaron a unas duchas para que se lavaran y lavaran su ropa, “estábamos todos sucios de orines y lodo”. Luego, con la ropa aún mojada, los volvieron a encadenar de rodillas y cuellos y los llevaron a Acapulco en un camión de redilas.

“Ahí nos echaron en calabozos, vendados de los ojos. A algunos se los llevaron. Ya no se supo de ellos. Dicen que a ellos los echaron al mar desde un helicóptero. A mi me dejaron solo, como 14 días. No nos veíamos pero nos reconocíamos por la voz. Después ya nos pasaron a la cárcel municipal, ahí donde los reos andan libres de vendas y ataduras. Hasta que en enero a algunos nos regresaron a El Quemado. Pero muchos ya nunca volvieron”.

Goyo Flores, Ignacio Sánchez, Vega Ríos, son algunos de los nombres que recuerdan de campesinos que desaparecieron en esa acción.

Nunca pudieron recuperar la felicidad perdida. “De eso como que el cuerpo queda desmoralizado”, expresa Clemente.

“Lo qué pasó en El Quemado tiene que analizarse aparte”

Lo qué pasó en El Quemado “se tiene que analizar aparte”, sostienen los sobrevivientes de la invasión militar que padeció ese pueblo serrano que en los años setenta ni siquiera contaba con camino de terracería, en las cercanías de Atoyac. Otros poblados y comunidades de Guerrero fueron cercados y atacados como parte de una operación contrainsurgente, para cortar las cadenas de apoyo popular a las guerrillas. Es lo que ha concluido el señor Francisco Vargas después de repasar muchas veces ese capítulo de la historia. “El ejército tomó como enemigo a un pueblo desarmado y débil por venganza, para demostrar resultados en el combate antiguerrilla. Porque lo que teníamos nosotros eran, si acaso, machetes para trabajar”.

Más de 90 hombres fueron detenidos y torturados salvajemente en una sola jornada. Otros fueron secuestrados o asesinados en los caminos o veredas, o en sus milpas. Fue casi la totalidad de hombres jóvenes y adultos. Solo quedaron los niños, las mujeres y los más ancianos. Durante meses el pueblo vivió bajo sitio.

Y los niños crecieron escuchando las historias de la represión y heredando el miedo. Así lo recuerda Herlinda Morales, que tenía cinco años cuando su padre Blas fue capturado. Don Blas ya casi no habla, así que es ella la que comparte su testimonio, el recuerdo de su madre Delifina, que le contó cómo, al topar con un grupo de soldados en el bosque, camino a El Pénjamo, fue derribado de su burro, maniatado y pateado. Fue llevado a una cueva y después a una cárcel clandestina en el pueblo, donde había otros hombres amarrados y torturados, como él. Los soldados habían sufrido una emboscada en un paraje llamado Arroyo Obscuro y les decían a los capturados que iba a pagar por cada uno de los militares muertos. Al cabo de 28 días lo soltaron, tan lastimado y hambreado que desvariaba. Con los años sanó del cuerpo, pero quedó con un trastorno mental.

“Vivíamos cerca del cuartel. Y de noche oíamos los aullidos de los torturados. De día veíamos cómo se llevaban a los hombres amarrados de las manos y el cuello y los subían a los helicópteros”.

Eduardo Gatica tenía 17 años y ya estudiaba en Chilpancingo. Cuando se llevaron a su papá tuvo que quedarse en el pueblo para ayudar con las siembras. Se endurece cuando debe admitir la humillación que sentía cuando los soldados acosaban sexualmente a su hermana y a las demás muchachas, incluso a las mujeres casadas que se habían quedado solas o viudas. “Yo por eso —dice—, no puedo decirles soldados a los huachos. Les perdí el respeto. Nos podrán dar una reparación del daño, pero ese coraje y ese sufrimiento nos lo vamos a llevar a la tumba”.

Agrega: “Le digo al presidente López Obrador: El Quemado tiene que atenderse de manera urgente, no puede irse sin hacernos justicia, sin reparar el daño que nos hizo Echeverría”.

Incluso hay un militar retirado que rinde su testimonio, Bernán de Jesús Pisa. A su padre lo mataron los soldados. Estaba ordeñando una vaca cuando oyó disparos. Corrió espantado y le dispararon a él. Con la pierna rota lo obligados todavía a correr un trecho. Lo remataron estando sentado en el piso. Así lo encontraron sus tías.

Somos testigos vivos de esa historia

Menuda y discreta, la doctora en historia y feminista de la Universidad Autónoma de Guerrero Alejandra Cárdenas Santana, sobreviviente del Campo Militar I, donde estuvo “desaparecida”, empieza su testimonio de esta manera: “A diferencia de muchos de ustedes, que sufrieron el terrorismo de Estado sin tener nada que ver, yo sí tuve que ver. Yo sí fui colaboradora del maestro Lucio Cabañas”.

Había regresado de la Unión Soviética, donde había estudiado historia en la Universidad Patricio Lumbumba, cuando recibió una carta del jefe guerrillero proponiéndole organizar grupos de estudio. Aceptó entusiasmada.

Cuando fue detenida y acusada de “rebelión”, de lo cual “me siento muy orgullosa”, fue presentada con vida después de estar encerrada en los calabozos conocidos como “el ferrocarril” del Campo Militar, principalmente por las movilizaciones de las doñas del Comité Eureka y porque fue declarada “prisionera de conciencia” por Amnistía Internacional. Ella y su compañero de entonces, Antonio Hernández, también detenido-desaparecido pero presentado con vida, vieron vivos a Félix Radilla, Jaime López Ollana, Concepción Jimenez y Luis Hernández Cabañas, todos desaparecidos.

En su presentación se preguntó porqué ella sí fue recuperada del Campo Militar y muchos otros no. “Y creo que fueron varias las razones. Primero, la movilización de las doñas del Comité Eureka. Después, las denuncias internacionales. Con Rosario Ibarra de Piedra y Humberto Zazueta fuimos a Nueva York, a denunciar ante la Comisión de la ONU para la Desaparición Forzosa los nombres de las personas que nosotros vimos vivas y que nunca más aparecieron. Y otro factor fue que Amnistía Internacional nos declaró prisioneros de conciencia”.

Una espera de medio siglo

También participó Micaela Cabañas, hija del jefe guerrillero, quien lloró e hizo llorar a lágrima viva al contar la historia de amor de su madre Isabel Ayala, quien tenía 14 años cuando se casó en una pequeña ceremonia revolucionaria con su padre, Lucio; de cómo fue encarcelada como a muchos miembros de su familia en el Campo Militar, donde Micaela creció sus primeros años; de cómo su madre fue violada sistemáticamente por el ex gobernador Figueroa, de quien quedó embarazada de un bebé que murió a los pocos meses. Y que décadas después, asesinada. “Llevo 48 años esperando justicia. Y es agotador. Ustedes lo saben bien”, concluyó. Y si, en el auditorio repleto sabían bien lo que es esperar medio siglo.

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