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Opinión

Educación en la encrucijada

Por: Hugo Aboites

La decisión de abrir la participación del Ejército en la Guardia Nacional y la extensión de su presencia predominante, por lo pronto hasta 2028, se hace sin tener en cuenta, entre otras cuestiones, la peculiar e histórica relación entre los militares y el proyecto educativo posrevolucionario. Son militares quienes originalmente, con el apoyo de ilustrados civiles –de 1920 a 1946– generan un modelo educativo progresista para reforzar el cambio social profundo que busca la Revolución Mexicana de 1910. Desde Obregón (con Vasconcelos) hasta –ya menguante el proyecto– el general Ávila Camacho (con Torres Bodet), pasando antes por el cardenismo (con Narciso Bassols), ponen en práctica una educación que parte de las comunidades lejanas y abandonadas, crean escuelas como casas del pueblo, normales que hacen posible que sean los jóvenes de esas regiones los que se conviertan en maestros, y lo más importante, fundan una educación fincada en los derechos y necesidades de campesinos y trabajadores, responsabilidad del Estado, pública, gratuita y –con Cárdenas– científica y socialista. Capaces, por tanto, de pensar al país desde una perspectiva clasista e internacional, progresista y mucho más allá del solo ámbito militar y político. Lo político y lo militar, sin embargo, les hizo dar prioridad –más que al impulso a la democracia desde la educación– al proyecto corporativo de la permanencia política de los vencedores del movimiento armado y una concepción del orden y la disciplina militar vertical y autoritaria que se filtró y materializó en una estructura del sistema educativo vertical, autoritaria, muy centralizada y cerrada en sí misma. Que todavía hoy subsiste, y fuerte.

Eso explica por qué el primer calificativo que viene a la cabeza del enojado general presidente Portes Gil (1929) sea el de indisciplinados cuando los estudiantes de la Universidad Nacional declaran una huelga en protesta por unas evaluaciones y porque, además, querían la autonomía. El general lo considera un atrevimiento y amenaza con encarcelarlos y aplicarles la ley. En ese contexto, la policía capitalina y los bomberos sienten el respaldo desde el poder y atacan brutalmente las asambleas y hasta balacean a algún grupo de estudiantes. El presidente les ofrece paz, pero los engaña haciéndoles creer que el Congreso aprobaría una ley orgánica de autonomía plena cuando su proyecto –que es prontamente aprobado– asegura al Ejecutivo la determinación de quién será el rector. Por eso sostenemos aquí que el que haya sido un proyecto de un grupo de generales, ciertamente tuvo una influencia en la manera en que se consolidó el sistema educativo mexicano. Y que por eso un primer gran problema que encierra la decisión de que el sector militar alcance una posición predominante, es que se empoderará a un factor que tenderá a inclinarse por las visiones de orden y autoridad y no fácilmente por la construcción de consensos sociales amplios y democráticos a propósito de la seguridad.

Una segunda razón para cuestionar esa decisión es la historia: la llegada de presidentes civiles (1946) no vino a mejorar la relación con el magisterio y los estudiantes, al contrario. En los años 50 hay repetidos episodios de violencia militar contra maestros que colaboran en la organización de trabajadores del campo; universidades (Sonora, Michoacán) son ocupadas por soldados para disciplinarlas; en el Instituto Politécnico Nacional dos batallones clausuran el dormitorio y reprimen la alianza de estudiantes con los normalistas (1956), y en 1958 el Ejército tiene una amplia participación en la represión contra la movilización de importantes grupos de trabajadores, incluyendo al magisterio. En los años 60 –1968– miles de universitarios, politécnicos y normalistas son acorralados y cientos asesinados. Con el uso reiterado del Ejército, el poder civil estableció en los hechos, como válido y legítimo, el principio de la secrecía e impunidad en estas acciones político-policiacas.

Al cabo de 80 años, este principio implícito está tan arraigado que el poder civil aparece ya hoy como claramente impotente para proseguir con eficacia la investigación sobre el involucramiento de militares en un caso como Ayotzinapa.

Y lo mismo ocurre con la Policía Federal –integrada por elementos del Ejército en 2000– que ese año ocupa la UNAM, y que participa luego en la represión a balazos contra una manifestación de normalistas de Ayotzinapa en Chilpancingo en 2011, con saldo de dos estudiantes muertos, y en Nochixtlán, Oaxaca (por la Reforma Educativa), con más de 100 heridos y una docena de muertos. En un desarrollo histórico como éste, sólo en la educación, la decisión de fortalecer la predominancia del Ejército, sin hacerlo depender de una alternativa de seguridad más amplia y social, ni es la ruta, ni aplacará las tendencias a la secrecía y la impunidad del ámbito militar. Al contrario.

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