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Opinión

El último lector | Ángel Norzagaray, poeta (1961-2021) / Rael Salvador

Por: Rael Salvador

En la belleza sombría de existir la muerte se revela madre de la vida.

Después del ruido y la furia, a su llamado acudimos todos: desfile de sombras que durante un tiempo breve se agitaron en escena, y luego no se oye más. Es un cuento contado por Shakespeare que no significa nada.

A mediados de los años ochenta —del pasado siglo— la literatura fue el pretexto ideal (sobre todo, en el “Encuentro de Literatura de las Fronteras” de 1988) para destapar versos y dejar correr el licor de la afrenta, seguido del gesto que engatusaba a las niñas.

La poesía que publicamos en la revista “Espiral” de Ensenada o “Trazadura” de Mexicali —que luego se concentraría en las ediciones de nuestras libros, tu “Trovargo” y mi “Pandemónium”— nos puso a bailar en la misma mesa de madera apolillada.

Y ahora la muerte de improviso —como es su encomienda— da por terminada la función: “con tragos ásperos vamos a olvidar” los motivos de la fiesta.

Lo que son las cosas —que Jung nunca aceptará como coincidencias—, un día después de tu partida leo esta confesión pública: una bella mujer muestra tu fotografía —el rostro de docente anarquista, saludable el intelecto y frondosa la cabellera—. Agrega allí que fuiste su “crush” universitario, su amor idealizado.

Alguien pregunta si alguna vez estuvo en clases contigo, y ella —“vaincus par les démons” (vencida por los demonios)— responde: “Desafortunadamente no. Era muy amigo del papá de mi novio (…). Se me caía la baba en cada encuentro y velada de la familia: 19 añitos en mi haber; él, unos 35”.

Hay ángeles por todos partes, pero pocos que no le hacen asco a la ternura.

Me gustaría decir que el artista talló su máscara, esa recomendación puntual —advertencia de la “personae” (del etrusco “phersu”)— a la que urgía el emperador Marco Aurelio en los tiempos de Roma, muy válida para habilitar una escenificación distinta a lo trillado y acostumbrado.

En este tiempo de fortuna aciaga, Ángel Norzagaray talló su máscara: labró su temperamento, su carácter, su genio… De la poesía a la dramaturgia —es decir, de la escena oral del verso proferido a la actuación como eco apasionado de la humanidad— logró que su recia personalidad ampliara la esfera de las libertades culturales de Baja California (aquí habría que atender, en una visitación hemerográfica, sus observaciones sobre la censura “panista” en el estado, y vertidas en la revista “Milenio”, en el albor del siglo xxi, porque en el escenario presente la mañosa reaparece ataviada con otro “vestuario” moral que disfraza el rechazo, el partidismo, la “preferencia”, el favor político, el “compadrazgo”, la “componenda”, etcétera).

Efectivo en lo que realizaba —siempre recurriendo a lo “mundano” extraordinario—, los poemas, obras, montajes y desplantes de Norzagaray atendieron no sólo las exigencias de los profesionales de la disciplina —la dramaturgia que tanto persiguió y amó, o viceversa, que lo amó y persiguió— sino que extrajo también barro creativo del cuerpo actoral de la administración universitaria —desde 1984, encargado del Taller del Teatro Universitario de la Universidad Autónoma de Baja California— y del Instituto de Cultura de Baja California (ICBC), en sus gestiones como docente, coordinador, vicerrector o director.  

Hechicero de la palabra, Ángel asume —en su merecida Guardia de Honor— “El velorio de los magos”.

Descanse en paz.

raelart@hotmail.com

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