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Opinión

El último lector | Degas en Tiananmén 

Por: Rael Salvador

La belleza no me asusta, y es belleza lo que observo en Marie van Goethem después de moldearse en las manos de Degas. 

Considerada una de las obras maestras de la escultura, ahora ella baila con la eternidad y cena en las noches conmigo.

Se dice que “La pequeña bailarina de 14 años” (creada originalmente en cera en 1881 y vaciada en bronce hasta 1922) fue la única de sus esculturas que Edgar Degas expuso en vida —en la Sexta Exhibición Impresionista (París, abril de 1881)—. Y que de ella dijeron los exquisitos críticos de la época: “Recuerda a un mono, a un azteca, a un feto. Si fuera un poco más pequeña, uno tendría la tentación de meterla en un frasco de formol”.

 Y dentro de un manto de cristal se exhibía —urna o burbuja de resguardo—,  con los remordidos flecos de su falda de algodón, además de una cinta que ajustaba la cabellera ya domada con elegancia pueril por su creador.

A medida que se fue perdiendo la vista, las referencias indican que Degas (1834-1917) dejó de insistir con el óleo y “comenzó a pintar al pastel y a ensayar con la escultura. Palpar era otra manera de ver las formas que surgían de sus manos”.

Ella fue Marie van Goethem, “una niña bailarina que llevó una vida al límite entre la danza y la prostitución”. Una más de las “ratitas” de la Ópera de París.

“El barniz amable que el tiempo ha dado a las bailarinas de Degas oculta lo que en realidad fueron y la intención con la que el artista las pintó”, ya que si observamos los cuadros del Maestro francés, lo anterior se intuye “en las oscuras pinceladas que representan a los ricos caballeros que acechaban detrás de las bambalinas”.

Las esculturas posteriores de Degas tuvieron la mala fortuna de ser arrinconadas en su taller, junto a la “pequeña bailarina” y nunca más vieron la luz. Es mi “dealer” —en este 2022—, amante también del arte y un resuelto coleccionista, quien se ha dado a la tarea de resucitar su legado poniéndola en mis manos.

De él —“dealer” oficioso— también acabo de recibir un escritorio de corte formal (desarmable, en 5 piezas de madera fina, donde quizá el viejo Hemingway recostó alguna de sus obras maestras y uno que otro pescado por freír o destazar), así como un reciclado cartel de la emblemática fotografía de “El hombre y el tanque” o “El rebelde desconocido”, de Stuart Franklin (para la revista Time) —que concentra en su imagen, al igual que la de Jeff Widener (AP, candidata al Premio Pulitzer), Charlie Cole (Newsweek, y en esas variaciones del destino, Premio Word Press Photo), Arthur Tsang Hin Wah (Reuters) y Terril Jones (foto oculta durante 20 años), la sanguinaria matanza de la Plaza Tiananmén (China, junio 5 de 1989, para Agencia Magnum)— y que ahora marido con mi “Petite Danseuse de quatorze ans”.

Estoy conforme con el hallazgo. Veo desde el reacomodo y los años transcurridos, sobre el escritorio y los libros, se vuelven arena en el tiempo. Imaginando que disuelvo la anacronía imperante de las piezas, observo que la reubicación de mi bailarina realza la altivez de la memoria. Pienso en las palabras de Nuccio Ordine: “Cuando prevalece la barbarie, el fanatismo se ensaña no sólo con los seres humanos, sino también con las bibliotecas y las obras de arte, con los monumentos y las grandes obras maestras”.

Podría decir, sin menosprecio alguno, que la corrupción de lo humano no se combate únicamente con piezas de arte, sino también con nuevas perspectivas.

raelart@hotmail.com

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