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Opinión

El último lector | ‘Un’ libro no escrito por un imbécil

Por: Rael Salvador

“Podemos hacer miel con el polen de una flor venenosa”.

Niko Kazantzakis

Cada uno de nosotros —voz en mano— somos parte de un gran vocabulario que recoge las maravillas de la convivencia y del pensamiento. ¿Cuántos amorosos Sócrates hay desvariando ante nuestros jóvenes distraídos? ¿Habrá un Platón que reciba la enseñanza? ¿Cuántas Hipatias endulzan nuestras bibliotecas como si aún fueran éstas parte de Alejandría? ¿Dónde el loco Quijano luchando contra molinos amenazantes? ¿Dónde el nietzscheano Zaratustra que incendia el fuego mental de los rebeldes con causa? 

Se escribe —que es sólo otra manera de decir, con memoria— para ir más allá de lo que se piensa, porque en la unión de palabras, las ideas identifican rutas e intereses nuevos y avanzan nutriendo las intenciones del autor.

Pensar es un acto, sentir es un hecho.

En el plácido momento de ir a leer, me recuesto en el diván como una doncella decimonónica y, en una actitud por demás grata y holgazana —bajo mi batón azul glacial, repujado de grecas en oro rosa, el apropiado para la impiedad crítica, que imita al de Harold Bloom—, abro el foso del cerebro y despliego —en mi “atrapasueños” de hierro imantado— el libro en turno, para que las pulsiones salten al juego de Sócrates revisitado, esa especie de minería literaria que hace de mi enjambre de cristal —ruido de fondo de todo lo que leo— un pasaje mágico a las reservas de una hipófisis de mieles adiamantadas. 

Despertar no es otra cosa que el resultado de beber cicuta en los sueños. Símbolo, en sánscrito, significa “dar a luz”, nacer, alumbramiento, iluminación… Al interrogarnos ¿quiénes somos?, la mayéutica (parto asistido) extrae lo que hay en el interior de uno —no se nace sólo del vientre de la madre, sino cada vez que se toma conciencia—. Sócrates, quien no ignoró lo desconocido que nos habita ni lo incontrolable de ello que nos obliga a repetir conductas cuestionables —un espectral mundo regurgitado del subconsciente—, lo expresaba de la siguiente manera: “Yo no te digo otra cosa distinta a lo que tú ya sabes, pero no sabes que lo sabes”. Por lo anterior leer, despertar, iluminarse, renacer, desentrañar símbolos a partir de la ansiedad o paladear los dulces destilados de la placenta del onirismo —sueños seminales—, nos hace conscientes de la reservas de ternura, amor, sexualidad, cariño, lealtad… ¡de los altos dotes de sensibilidad y lucidez, producto de lo humano cohabitando con lo divino! Esto sucede sólo cuando se abre la boca de un sabio —a la vieja usanza taoísta o cínica (griega): ebrio, lúbrico, desdentado, hediondo, pletórico de las mariposas del ocio— o se entreabren las páginas de un libro No escrito por un imbécil. 

Un libro No escrito por un imbécil… ¿Ver de voz? ¿Las palabras aladas de Homero? ¿“El libro vacío”, la imposibilidad de Josefina Vicens? ¿Socialismo o barbarie? ¿“Por qué hay seres en lugar de no haber nada”? Esta última, la pregunta fundamental del Mago de Messkirrch, Heidegger… 

Danza frenética de un teatro que lo abarca todo, las palabras nombran lo impensable, ofrecen el espejismo de una cartografía de tornasol lingüístico. Las palabras, como lo intuían los antiguos sabios chinos —ellos, que tanto dialogan con fantasmas, desde el viejo Lao Tse a Lacan—, son “efímeras apariencias con que se adorna el misterio impenetrable del mundo”.

¿Y qué diablos es lo impensable? Quizá aquello que nombramos sin autorización pero que validamos con la razón por el sólo hecho se encontrarse más cerca de la sinrazón… 

Lo que para el lector es vivir lo que se narra, para el escritor es narrar lo que se vive. Así, el escritor es un hombre que habla o canta en silencio y la lectura un silencio que habla o canta al hombre por dentro.

Lo decía Whitman: “¿Quién eres tú, en efecto, para hablar o cantar…?”

¿Quién eres? Una pregunta de médula socrática. Porque leer es un obstinado, profundo y creativo ejercicio de dar a la luz a lo que por dentro era sólo sombra. 

¿La imbecilidad de lo perfecto?

Muy a menudo Cortázar solía decir que el tema le parecía muy desagradable, “especialmente si es el imbécil quien lo expone”.

Wittgenstein es menos impropio: “De lo que no se puede hablar hay que callar”. 

Yo insisto: “¡Capitán, no hay capitán: el capitán es el mar!” 

raelart@hotmail.com

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