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Opinión

Javier Álvarez

Por: Elena Poniatowska

Con la muerte de Javier Álvarez, México ha perdido a un compositor que se adelantó a su posteridad y a la de la gran música mexicana. Desde el pasado 24 de mayo, Javier Álvarez se dirige a otros espacios, otros acordes musicales, otros hitos a los que es difícil acceder.

Javier Álvarez, nacido en México el 8 de mayo de 1956, hijo del arquitecto Augusto Álvarez (quien diseñó la Torre Latino, que ha vencido todos los terremotos), vivió de niño en un notable ámbito cultural y supo muy pronto que la música sería la razón de su vida. En los años 50 y 60, la Ciudad de México hervía de talento, y el niño pudo proyectarse a un futuro creativo, a nuevos lenguajes, nuevos acordes musicales, notas nunca oídas. El mismo Javier habría de contarnos que sus obras representaron hitos sucesivos, sonidos que antes no se escuchaban e iban subiendo como en las ferias del pueblo sube la música entre platillos, cascabeles y cornetas que despiertan como hacen los gallos en el campo mexicano.

Lo conocí en Mérida, gracias a mi hija Paula, quien lo quería, así como convirtió a Daniela, su mujer, en su gran amiga y quiso a sus hijos Tobías y Magali, dos hermosos jóvenes que al igual que su padre fueron subiendo entre los muros de vientos y los calores de los balcones de la provincia. Siempre me llamó la atención que en vez de quedarse en la saturada Ciudad de México, Javier y Daniela escogieran hacer su vida en Michoacán y luego en Yucatán, entre otros estados.

Ir a comer o a cenar a su casa en Itzimín, Mérida, era una alegría, la certeza de una conversación de la que saldría enriquecida. La casa de los Álvarez era obra de Augusto Álvarez, arquitecto quien también escogió la creación libre de convenciones, totalmente nueva y personal.

De la misma manera que su padre, levantó muros que subían cada vez más alto en la invencible Torre Latinoamericana, Javier Álvarez fue levantando su obra musical, dándole un significado a sus composiciones en un ascenso de arpegios y notas, muy distintas a lo que ya se oía.

Seguramente, Javier Álvarez intuyó en su niñez que la música sería lo suyo y se lanzó a sinfonías y músicas de fondo, como la de la película Cronos, que dirigió Guillermo del Toro.

Gran conocedor de la música moderna, amigo de Mario Lavista, seguidor de Carlos Chávez, Javier supo reconocer en sus propias composiciones lo que pertenecía al viento, a los volcanes, los mares, el agua, los árboles, que son la mejor manifestación que tenemos a la vista.

En Mérida, toda su figura de gran artista se me hizo familiar de inmediato. Lo reconocí porque él también había reconocido a Paula, mi hija, que muy pronto se acercó a Daniela, su mujer, y a sus dos hijos, Tobías y Magali. Los dos son el resultado del embeleso que produjo Daniela a su padre. Daniela lo acompañó siempre y a su lado escribió sus partituras. El sonido de Daniela, la música en sus palabras y en todos sus movimientos lo acompañó desde el momento en que se enamoró. Trireme; Jardines con palmera: Jardín de la estela de madera, Jardín del sueño de Magali, Jardín del corazón de metal, Jardín que mira al sur, Jardín de los ojos de miel, Geometría foliada: De mis días en el campo, Otoño pentagonal, Puntos en eje, Un primer hola para un último adiós, Memorias futuras, Obras para percusión, Así el acero, Temazcal, Offrande: Mains aux oiseaux, Liquid metal, Varitas, Delfín herido de muerte, Nocturno y toque, Días como sombras. Muy reconocido por sus obras electroacústicas que fueron utilizadas para el cine, hay que recordar Overture, Sonorón, Negro fuego cruzado, Almagre y azul, De tus manos brotan pájaros Acuerdos por diferencia. No desdeñó componer un Mambo vikingo además de toda su música de cámara: Modelo para armar, Jardín de Otoño: Sombras de un jardín taciturno, Hormigas de un árbol estrellado, Brisa lenta del jardín sin corazón, Euforia y genio de todos los vinos, Acordeón de roto corazón, Línea 2: Metro Nativitas, Metro Taxqueña, Metro Chabacano Metal de corazones.

Ir a su casa blanca en la blanca Mérida era un bálsamo, la certeza de una buena sonrisa y de una conversación que enseña mucho, porque Javier es un maestro. Verlo bajar desde lo alto de un segundo piso por una escalera abierta a todos los vientos era un gusto muy grande. Daniela y Magali ya habían puesto una mesa redonda y habían acercado las sillas, llenado los vasos, y era fácil valorar la atención con la que Tobías y Magali escuchaban a sus padres y estimar la obra que habían construido entre dos desde que se enamoraron. ¡Cuántas obras para solista y orquesta lograron hacer oír a los demás los cuatro miembros de la familia Álvarez, dos hombres y dos mujeres!

Siempre hubo una palmera en la obra musical de Javier Álvarez, porque nadie baila mejor el mambo que una palmera. Javier se quejaba de la falta de atención a los compositores de música clásica en México y vino especialmente a la capital, cuando para la tristeza de todos murió Mario Lavista, gran compositor y compañero de lucha porque la música mexicana se tomara en cuenta.

En alguna de nuestras conversaciones, Javier me comentó: “La gran responsabilidad de que no se toque música mexicana, yo se la cuelgo a los directores de orquesta, porque ellos hacen la programación.

“Es increíble que cinco directores sean los únicos que se preocupan por tocar música de compositores vivos en México. Tocan el Huapango de Moncayo sin ver que Moncayo escribió 50 obras más. Cinco directores se interesan por la música mexicana, los demás no tienen el menor interés. José Areán, Carlos Miguel Prieto, Miguel Salmón del Real, Roberto Beltrán, Rodrigo Macías y otros que destacan a pesar de la indiferencia.”

Volver a Mérida y no ver a Javier será un golpe, pero ahí encontraré de nuevo a Daniela, Magali y Tobías, las palmeras que barren el cielo de Yucatán y el estudio al fondo del jardín en el que Javier creaba en completa soledad sus composiciones. Por lo pronto, sabemos que a este gran maestro de la música moderna y fundador de la licenciatura en música de la Escuela Superior de Artes de Yucatán se le rendirá un homenaje en el que participarán no sólo las palmeras, sino todos los alumnos y seguidores yucatecos que lo amaron y siguieron su música con fervor.

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