Opinión

Mar de historias

Por: Cristina Pacheco

La nuestra era una familia numerosa. Entre la asistencia a la escuela o al trabajo estábamos sujetos a horarios muy diversos, por lo que nada más los domingos podíamos convivir en la casa. Los paseos eran muy ocasionales y los viajes impensables: para nosotros, más allá de la ciudad el mundo no existía. Tal vez por eso nos sorprendió tanto que, al retirarnos de la mesa, el tío Manuel nos anunciara con gran solemnidad su próximo viaje a Francia.

Ante lo insólito de la noticia quedamos pasmados, pensando que tal vez se tratara de una más de las ocurrencias con las que el hermano mayor de mi padre pretendía animar las conversaciones y romper la frialdad con que era recibido, sobre todo por mi hermana Luisa y por mí.

Nuestra conducta no se debía a falta de aprecio, sino al fastidio de saber que en el momento más inoportuno el visitante iba salir con alguna de sus bromas. En tales circunstancias, disimular los bostezos era menos difícil que contener la risa cuando mi padre, harto de siempre lo mismo, tomaba la palabra y resumía a toda prisa el resto de la ocurrencia elegida por su hermano para granjearse nuestra cordialidad.

Aquella noche, lejos de oír lo que esperábamos, sólo escuchamos la confirmación de la noticia: en un mes el tío Manuel se iba a Francia con un compañero de trabajo, ambos beneficiados con un viaje que premiaba veinticinco años de servicios en la armadora de automóviles con matriz en Europa.

II

El tío Manuel regresó del extranjero algo subido de peso, con un cierto aire de superioridad, pletórico de nuevas experiencias y ansioso de compartirlas. El tiempo que antes consagraba a sus chistes lo destinó a hacernos la descripción minuciosa de todo lo visto en la Ciudad Luz y de los sentimientos que lo habían embargado al encontrarse ante monumentos y catedrales.

Al principio lo oíamos boquiabiertos y respetuosos, como si estuviéramos escuchando el mensaje de un ser llegado de otra dimensión. Después, cuando el tío Manuel empezó a repetir sus experiencias parisinas, Luisa y yo volvimos a echar mano de viejas estrategias para fingir interés; ya luego, cuando nuestro visitante al fin se despedía, ante la falsa reprobación de los adultos, mi hermana y yo imitábamos su tono y, entre carcajadas, nos dirigíamos una a otra con el término madmuasel.

III

El recuerdo de la fascinante experiencia obsesionó al tío Manuel con la idea de volver a París. Confiaba en que, ante su buena trayectoria, en uno o dos años sus jefes le darían los apoyos para que visitara por segunda ocasión la ciudad del amor. Esa posibilidad se convirtió en tema único de largas conversaciones que ilustraba con un plano lleno de círculos y flechas puestas en los lugares donde había estado y a los que anhelaba regresar.

Sin ninguna evidencia de que sus patrones iban a apoyar su proyecto, nuestro tío se dedicó a compartirnos sus planes para el viaje, y si notaba en alguno de nosotros la sombra de la duda, sonriendo decía: No te preocupes, yo sé mi cuento.

Impulsado por su ilusión y seguro de que a la vuelta de un año, cuando mucho, iba a realizar su sueño, redujo sus gastos para llevarse un dinerito extra al viaje. Además, consideró necesario aprender francés y fue a inscribirse en una academia de idiomas a la que asistía los sábados, de once de la mañana a una de la tarde.

Aunque su empeño por convertirse en estudiante a los sesenta años nos parecía algo ridículo, sus esfuerzos acabaron por conmovernos. Rumbo a la academia, impecable y con sus libros bajo el brazo, se detenía en nuestra casa, y con el pretexto de hacernos algún encargo nos informaba orgulloso y apresurado: Ya me voy a la escuela.

Como dedicaba las mañanas de los domingos a repasar sus lecciones y hacer las tareas, el tío Manuel dejó de asistir con regularidad a las comidas familiares. Su sitio vacío en la mesa nos provocaba ciertos remordimientos, y supongo que por eso suplíamos su ausencia recordando sus malos chistes o sus emotivos comentarios acerca de su muy breve estancia en La Ciudad Luz.

IV

La posibilidad de repetir el único viaje que había hecho en su vida y la ilusión de practicar allá sus conocimientos del francés, poco a poco fueron alejándose y estuvieron en riesgo de esfumarse para siempre cuando la secretaria de Recursos Humanos le informó que su nombre estaba entre el de otros futuros despedidos.

El tío Manuel pensó que podría evitar la expulsión de la empresa con sólo pedirle a su jefe inmediato que revisara el expediente que lo ostentaba como magnífico empleado. De no ser eso cierto, ¿lo habrían premiado con el viaje a Francia? Su estrategia dio buenos resultados y durante algunos meses siguió llevando sobre el pecho el gafete que lo identificaba como trabajador de la armadora. Haber podido conservar su puesto lo fortaleció y lo hizo sentirse un elemento valioso al que no podrían negársele las facilidades necesarias para su viaje.

Por desgracia, antes de lo imaginado, el tío Manuel ya no pudo salvarse de un segundo recorte de personal y pasó a ser uno más de los obreros que los fines de quincena merodeaban por la planta con la ilusión de conseguir otra oportunidad. No la tuvo.

V

El tío Manuel murió a poco de cumplir setenta años. Por elección, la suya fue una existencia solitaria dignificada por el trabajo, embellecida por el viaje a La Ciudad Luz y la esperanza de volver algún día. A su fallecimiento, nos encargamos de vaciar su departamento. Regalamos su ropa y sus escasos muebles, excepto el buró sobre el que encontramos su libro de francés para principiantes, una reproducción en miniatura de la Torre Eiffel y el plano de París marcado con círculos y cruces.

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