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Opinión

Mar de historias / Votaciones

Por: Cristina Pacheco

Querida Chatita:

Nadie tiene la vida comprada, pero después de lo que hablamos el otro día me quedé pensando en que tienes razón: por nuestra edad, quizás esta sea la última vez en que podamos votar. Al menos yo no pienso perdérmelo, y menos por algo tan tonto como presentarme en el sitio equivocado. Aunque ya lo había leído, quise asegurarme de que mi casilla era la indicada en el periódico. Gracias a que abandoné mi confinamiento quedaron desterradas mis dudas y además ocurrió lo que jamás había siquiera imaginado: volver a encontrarme con Clemente Santoyo, mi amigo de la secundaria. De que fuimos compañeros han pasado muchísimos años y, sin embargo, lo reconocí de inmediato.

II

Al dar vuelta en la esquina, vi a un señor que despedía a un mensajero en la puerta de la casa donde iba a estar la casilla que me corresponde. Me acerqué y enseguida me di cuenta de que era Clemente. Entonces pensé en algo que tal vez te parezca absurdo: ¿qué se le dice a un amigo entrañable después de sesenta años de no verlo ni saber nada de él? ¿Cómo se retoma una conversación interrumpida durante más de medio siglo? Antes de que él me descubriera observándolo me asaltó otra duda: ¿debía identificarme o no? Y si aunque le dijera mi nombre no me reconocía, ¿qué iba a hacer? ¿Fingir que me había equivocado y disculparme, o darle algunos datos para estimular su memoria?

III

Incapaz de resolver las incógnitas, atravesé la calle, me detuve frente a mi viejo amigo y le pregunté lo único que se me ocurrió: “¿Clemente Santoyo?” Sobresaltado, retrocedió. “¿No te acuerdas de mí? Fuimos compañeros en la secundaria.“Su expresión de incredulidad fue señal de que me había reconocido.

Nos sonreímos. Dijo mi nombre. Eso fue suficiente para que en segundos volviera a imaginar el salón de clases largo y estrecho con cielo raso, el mapamundi junto al escritorio y el plano de la República entre las dos ventanas con vista al patio de la escuela. Ay, Chatita, cuando dijo mi nombre me puse tan emocionada que se me salieron las lágrimas.

Le pedí que me disculpara, que comprendiera mi reacción porque, después de todo, acababa de llevarme la gran sorpresa al encontrarlo cuando menos lo esperaba. ¿Sabes lo que hizo? Me abrazó. Luego nos quedamos callados, mirándonos, esforzándonos por encontrar bajo nuestras facciones actuales las que habíamos tenido cuando éramos dos adolescentes.

Nerviosos, al mismo tiempo nos hicimos la misma pregunta: “¿Qué haces aquí?” Me apresuré a responder que mi departamento quedaba muy cerca y que había ido a comprobar si allí iban a poner la casilla para la votación. Le pregunté si vivía en esa casa. Dijo que no. Estaba de visita con su hijo Adrián y a la mañana siguiente volvería a Campeche, donde le tocaba votar. Quise saber qué hacía allá y me contestó que simplemente respirar, cosa imposible para él en la ciudad. Por eso su mujer le había sugerido que se mudaran a Campeche, de donde era toda su familia.

La noticia de que estaba casado no debió sorprenderme y, sin embargo, Chatita, me sentí muy mal, y peor cuando me dijo que llevaba ocho años viudo. Entonces, su hijo Adrián y Gina, su nuera, lo habían invitado a venirse a vivir con ellos. No aceptó porque le gusta la soledad, pero de haber sabido que seríamos vecinos habría aceptado volando. Que me lo dijera me pareció una gentileza encantadora.

IV

Sentí que corríamos el peligro de hablar de enfermedades. Antes de caer en el tema comencé a despedirme. Clemente pidió que no me fuera. Teníamos mucho de qué hablar y, además a Gina, que había salido al banco, le encantaría conocerme, porque con frecuencia le platicaba de mí y de nuestra época en la secundaria. Le confesé que la consideraba una de las más bellas de mi vida. Acarició mi mano y dijo que también para él, y la recordaba con alegría a pesar de su derrota ante Mauricio Juárez en el último concurso de oratoria.

V

El día del concurso, Chatita, fue muy emocionante. Los del 3º “C” estábamos eufóricos, segurísimos del triunfo de Clemente. Era muy talentoso y, además, el maestro Julio lo estaba preparando muy bien. A diario le pedía que improvisara sobre alguno de los temas que sugeríamos nosotros. Aquello era una mescolanza tremenda. Lo mismo le pedíamos hablar acerca de algún acontecimiento histórico que de lucha libre, nota roja o algún accidente en la refinería. Después de haber recibido ese fogueo, era muy natural que pensáramos en Clemente como el ganador.

A media mañana apareció el prefecto en el salón para decirle a Clemente que lo esperaban. En desorden y echándole porras, nos fuimos siguiéndolo hasta el auditorio donde iba a celebrarse la final de oratoria interescolar. La competencia entre él y Mauricio Juárez –de la secundaria particular– se haría a puerta cerrada y sólo en presencia de los sinodales designados por la Secretaría.

He olvidado muchas cosas de aquel día, pero recuerdo muy bien que, a pesar de todos los esfuerzos del maestro Julio por seguir con el ritmo habitual de la clase, no pudo concentrarse: tan inquieto como todos sus alumnos, esperaba el momento de conocer el resultado del concurso.

Por fin, el prefecto apareció en la puerta para decirle al maestro Julio que lo esperaban en el auditorio. A los pocos minutos, que nos parecieron una eternidad, regresaron él y Clemente. Por su expresión, adivinamos su derrota. Protestamos contra lo que nos pareció resultado de la injusticia y el favoritismo. Celso Mercado amenazó con atacar a Juárez. El maestro Julio no hizo nada por controlarnos, sólo escribió en el pizarrón: “En reconocer la derrota también hay grandeza”. Sonó la campana. Clemente y yo salimos juntos. En vez de subirnos al camión, caminamos hasta mi casa. No sé por qué ni cómo me atreví a tomarlo de la mano. Recordé aquel contacto hoy, cuando, después de sesenta años, Clemente me abrazó.

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